El Pacto Verde Europeo, indagando bajo la superficie Columnas por Yves Bonzon - julio 27, 20210 Europa se convertirá en el primer continente climáticamente neutro en el año 2050. Esta es, posiblemente, la ambiciosa piedra angular del Pacto Verde de la Unión Europea (UE), una iniciativa lanzada por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, poco después de asumir su cargo a fines de 2019. ¿En qué punto nos encontramos hoy. Los esfuerzos por proteger el medioambiente tienen su origen en un consenso científico claro: el clima mundial se está calentando y se trata de un fenómeno de origen humano causado por la emisión de gases de efecto invernadero. La humanidad se enfrenta con mayor frecuencia a fenómenos meteorológicos extremos, con potencial para afectar gravemente a la economía real. Los choques externos derivados de fenómenos meteorológicos adversos plantearán un reto para las herramientas de estabilización, tanto fiscal como monetaria. Fruto de un esfuerzo conjunto para hacer frente al cambio climático, se alcanzó un primer hito en la 21ª Conferencia de las Partes (COP21) de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, celebrada en 2015, con la firma del Acuerdo de París. Este tratado —jurídicamente vinculante y fruto de un esfuerzo de coordinación mundial sin precedentes— tiene como objetivo limitar el calentamiento global por debajo de 2 °C con respecto a los niveles preindustriales. En los años posteriores, el presidente Trump —que en su día definió el cambio climático como un «engaño»— y su cruzada desreguladora no fueron precisamente de gran ayuda para el esfuerzo coordinado, sino más bien lo contrario. Sin embargo, y para ser justos, otros países tampoco han impulsado medidas de forma decidida. A pesar de lo anterior, a medida que nos acercamos al punto de no retorno, estamos poco a poco recuperando el consenso mundial sobre la urgencia de combatir el cambio climático. En concreto, China —el mayor emisor de gases de efecto invernadero del mundo— se comprometió a alcanzar la neutralidad de carbono para 2060. A corto plazo, las emisiones deberían alcanzar su pico antes de 2030, si nos atenemos a un discurso del Presidente Xi Jinping pronunciado el año pasado. Estados Unidos ocupa el segundo lugar en la lista de los mayores contaminadores del mundo. En este contexto, la administración Biden se comprometió a lograr una reducción del 50% de las emisiones netas para 2030, tomando como referencia los niveles de 2005. Esto debería allanar el camino para llegar a la neutralidad de carbono en 2050 a más tardar. Al otro lado del Atlántico, los responsables políticos también están intensificando sus esfuerzos. Tras cumplir con holgura su objetivo de reducción del 20% de las emisiones de gases de efecto invernadero para 2020, la UE revisó al alza su objetivo de reducción fijado para el año 2030, elevándolo del 40% al 50%. A largo plazo, el destino final es el mismo que para los EE. UU.: alcanzar la neutralidad de carbono a mediados de siglo. Lo anterior no será un camino fácil y la tarea requerirá la participación de todos los sectores e industrias. Aunque la UE asignó a la lucha contra el cambio climático el 30% de su presupuesto de EUR 2 billones para el período 2021-2027, ahora es cuando llega de Bruselas un plan de acción concreto, bautizado «Fit for 55». Este paquete de medidas incluye un conjunto de políticas integrales —al parecer, la Comisión Europea no se privó de sacar el máximo partido de su caja de herramientas de política medioambiental. Las reacciones negativas, sobre todo por parte de los estados menos ricos de la UE y de sus ciudadanos, no se han hecho esperar. Tras prolongadas negociaciones, cabe esperar finalmente una aceleración de la transición ecológica. Sin embargo, no se debería subestimar la carga económica, derivada tanto de la incertidumbre reinante como de la creciente complejidad y burocracia que acompañarán este proceso. Una de las piedras angulares del nuevo paquete de medidas es la ampliación del Régimen de comercio de derechos de emisión de la UE (RCDE UE). Básicamente, este sistema garantiza un límite máximo anual decreciente de emisiones de gases de efecto invernadero dentro del bloque europeo y obliga a las empresas a comprar certificados para poder emitirlos. Al crear escasez e incentivar la sustitución, estos certificados de emisión son una de las herramientas clave que maneja la UE para alcanzar sus objetivos de reducción de emisiones. Si bien hasta ahora se incluían sectores que representan aproximadamente el 40% de las emisiones del bloque europeo, la nueva propuesta amplía la cobertura a sectores orientados al consumidor, como el sector automotriz. Esta ampliación entraña un riesgo evidente, pues podría afectar de forma desproporcionada a los hogares con ingresos bajos y medios. Esto podría disparar las tensiones sociales —basta con recordar el movimiento de protesta de los «chalecos amarillos» en Francia, que demostró claramente la fragilidad de la opinión pública ante objetivos radicales en materia de reducción de emisiones. En el caso concreto de Alemania, algunas previsiones apuntan a que estas medidas tendrán un impacto considerable en las cifras de inflación si el precio del CO2 mantiene su actual trayectoria ascendente. A modo de ejemplo, el precio del CO2 en el RCDE asciende actualmente a algo más de EUR 50 por tonelada, algo más del doble con respecto a los niveles anteriores a la pandemia. Además, existe un punto en la agenda de los Verdes alemanes que podría echar aún más leña al fuego y este partido será, casi con toda seguridad, un componente importante de la próxima coalición de gobierno en Alemania. En concreto, y para impulsar la transición ecológica, los Verdes se comprometieron a elevar el precio del CO2 hasta EUR 60 por tonelada para el año 2023. Los inflacionistas hacen sonar las alarmas, pero abogamos por un examen más matizado del asunto. De hecho, el RCDE sigue teniendo sus defectos, ya que algunos segmentos de la industria pesada reciben derechos de emisión gratuitos por cuestiones de reubicación. Además, el aumento de los precios se debe en gran medida al acopio que los participantes en el RCDE están haciendo de los derechos de emisión, anticipando nuevos y más ambiciosos objetivos climáticos de la UE y a la especulación por parte de los participantes en el mercado financiero. Mientras exista incertidumbre normativa sobre la proporción adicional de reducción de emisiones que corresponde a los sectores incluidos en el RCDE, es probable que persista la volatilidad de los precios del carbono. El análisis del impacto que tendrá sobre las finanzas públicas arroja una perspectiva diferente. Si bien la subasta de certificados de reducción de emisiones constituye una fuente considerable de ingresos fiscales —el RCDE generó EUR 14 mil millones de ingresos en 2019, según datos de la UE— y los Estados miembros tienen la obligación de destinar al menos el 50% de esta recaudación a proyectos para la protección del clima, esta cantidad apenas alcanzará. Las estimaciones de la Comisión Europea parten de una necesidad de inversión de EUR 260 mil millones al año en el bloque europeo. Cabe señalar que esta cifra corresponde al objetivo original de reducción del 40% de las emisiones. Además, Bruselas tiene un poder limitado para tutelar a los países de la UE en lo que respecta a la concesión de subvenciones o de exenciones fiscales a sus respectivos ciudadanos. Resulta imprescindible compensar adecuadamente el impacto desproporcionado que sufrirán los hogares más pobres, ya que presentan la mayor propensión marginal al consumo. En conjunto, es previsible que los gobiernos de países de la UE que han de hacer frente a grandes necesidades de inversión pública tengan graves dificultades para cumplir las normas fiscales tanto nacionales como europeas. Es muy improbable que Europa finalmente acometa una reforma de su normativa fiscal y deje de venerar la austeridad presupuestaria. Si bien la hoja de ruta está ahora más clara, la cuestión fundamental de quién pagará la factura sigue sin respuesta. Mirando el lado positivo, la experiencia adquirida durante la pandemia y el incumplimiento temporal de la disciplina fiscal sentaron un precedente y cabe esperar que el listón en la próxima ocasión sea más bajo. La experiencia pandémica, por otra parte, también demostró que la gente está dispuesta a renunciar a satisfacer sus propias necesidades en aras de un bien mayor, es decir, de la protección propia y ajena. Hasta cierto punto, esto se puede extrapolar también a la crisis climática. No obstante, considerando las comunicaciones recientes de la Comisión Europea y el deseo del candidato alemán a la cancillería, Armin Laschet, de volver a la regla del Schwarze Null (que insiste en equilibrar los gastos e ingresos fiscales), de momento la balanza de las probabilidades se inclina hacia una vuelta al dogma del superávit presupuestario. Salvo en un estado de emergencia, la generosidad fiscal, tal y como se concibe en EE. UU., parece inconcebible en Europa. Es poco probable que el Pacto Verde Europeo genere un fuerte impulso hacia una reflación sostenible en la UE. La transición energética lleva muchos años en marcha y no se ve frenada por el capital sino por la burocracia política y la falta de apropiación por parte de los gobiernos y de la sociedad civil. Prevemos que la japonificación de Europa proseguirá y no observamos ninguna señal convincente de que pueda dibujarse, de momento, un escenario de estanflación en la zona euro, a diferencia de lo que opinan otros observadores del mercado. En el marco de nuestros esfuerzos de monitoreo y de la estrecha colaboración que mantenemos con nuestros colegas de investigación macroeconómica y de Next Generation, estaremos atentos a la COP26, convocada en Glasgow, Reino Unido, a principios de noviembre de 2021. Compartir en Facebook Compartir Compartir en TwitterTweet Compartir en Pinterest Compartir Compartir en Linkedin Compartir Compartir en Digg Compartir